martes, 6 de diciembre de 2011

Pingüinos vivos y árboles muertos

Salimos de Puerto Varas un poco tarde, porque nos demoramos mirando recuerdos y cambiando moneda. Como referencia, el euro está a 670 pesos.

Conducimos el coche de alquiler por la carretera Panamericana hasta el ferry de Pangua, que nos lleva apretados, junto a otros coches y varios camiones, a Chacao, en la isla de Chiloé. El viaje es corto y entretenido.

Ya en Chiloé nos dirigimos hacia el Oeste, hacia Ancud. El pueblo nos sirve de lanzadera para visitar la pingüinera situada en el extremo noroeste de la isla. Conducimos nuestro pequeño Christler por caminos de ripio hasta la playa, desde la que vemos tres islotes. Huesos gigantes de ballena se blanquean al sol entre las casas de los pescadores. Nos llevan hasta unos barcos y rodeamos los islotes; vemos pingüinos magallánicos y humbold; vemos también cormoranes, nutrias marinas y muchas, muchas algas. Es un ecosistema singular, extraño. y vivo.Nos quedamos con las ganas de ver una ballena azul pero aún rondan lejos de la costa en esta época del año. Los pingüinos son simpáticos y apacibles; los patos, veloces; las nutrias, histriónicas y ágiles.


De vuelta a Ancud, pasamos por la playa Mar Brava, pero no encontramos las tan aclamadas rocas basálticas. Ya nos vamos dando cuenta, entre trayecto y trayecto, de que el camino de ripio es más lento y farragoso de lo que parece. Nuestra velocidad apenas si llega a los 40 km/h.

De camino a Castro, decidimos desviarnos hacia Chepu, en la costa Oeste, pues al día siguiente vamos a concentrarnos en la costa Este y sus iglesias. Otro camino de ripio nos lleva hasta una zona desolada, anegada por las aguas saladas. Hubo aquí una inundación producida por un maremoto en los años sesenta; las aguas entraron en las zonas más bajas y dejaron un camposanto de árboles muertos, troncos blanquecinos ergidos sobre la nueva llanura fluvial.

 Hablamos con un viejo pescador, que a pesar de la hora (son más de las ocho de la tarde) accede a llevarnos en bote por la zona. Ponemos proa hacia la desembocadura del río. Bandadas de pájaros vuelan con nuestra estela y un león marino salta frente a nuestro bote. Vemos a los animales en su salsa, divertidos y asustados. Los últimos rayos del sol se reflejan en la superficie y llegamos al Pacífico, bravo y agitado. Damos la vuelta. Remontamos el río ahora hacia el dominio de los troncos sin vida, que deja estampas preciosas grabadas en nuestras retinas. Río de vida y de muerte, recuerdos ergidos y contradictorios que se alzan sobre las aguas, como un bosque de la memoria.


Disfrutamos. Disfrutamos mucho.

A la vuelta a Castro nos espera otra sorpresa; el palafito que hemos reservado nos aguarda alzado sobre pilares en el lago. Es precioso. Qué pena que no podamos saborearlo como nos gustaría, porque es ya tardísimo. Nos tomamos un buen merecido descanso.

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