La mañana nos despertó en la terraza del palafito. La marea baja había retirado toda el agua bajo nuestros pilares y frente a nosotros quedaba la cuesta que daba acceso a la ciudad. Nos entretenemos bajo el sol matutino leyendo los libros de la casa, Neruda y la historia de las iglesias de la zona. El desayuno lo tomamos en el palafito de la madre de la dueña, unos números distante. El encanto de estas casas es indudable y nos apetecería quedarnos más, mucho más, descansando sin prisa.
El día no va a permitir esos lujos. Tenemos un apretado horario; visitar el mayor número posible de iglesias en la zona. Son famosas por ser de influencia europea, pero construidas según los cánones chilenos de la época; en madera. La mayoría fueron edificadas a finales del s. XIX y están desperdigadas por todos los pueblos de la zona, tanto en la isla principal, Chiloé, como en todas las islas adyacentes.
La visita comienza por la ciudad donde dormimos, Castro, la mayor población de todo el conjunto de islas. La iglesia principal, en la plaza de armas, es llamativa, altiva y con un bonito y decorado interior. Fue planificada para ser hecha en piedra, pero el constructor decidió ejecutarla en madera, y curiosamente está cubierta con un revestimiento de chapa que imita la piedra,..., y engaña. Compramos algunos libros que habíamos visto en nuestro palafito y nos habían encantado. Y salimos a recorrer iglesias del camino como en una peregrinación.
En Nercón la iglesia está vieja, parece una anciana que se aguanta sobre su bastones con mucho trabajo. El pueblo es solitario y pequeño, lo que da un encanto al ambiente. Podríamos estar en una aldea gallega si la iglesia estuviera hecha en piedra. Vilupulli tiene una iglesia cercana al mar, más cuidada, donde se ofician ceremonias y eso la mantiene más viva y joven. El interior es sencillo y como único material utilizado, la madera. Incluso las columnas son troncos de árbol revestidos con tablones de madera. El siguiente pueblo en nuestro recorrido, Chonchi, es mayor y su iglesia ocupa el mismo centro de la población, pintada de colores alegra la p laza y la vista de todo el entorno.
Acaba la ruta hacia el sur. Damos media vuelta y retornamos a Castro, continuando el camino a los pueblos al norte. Vistamos Dalcahue, junto al mar, la torre de la iglesia nos indica el camino. Su interior también muestra que es un lugar lleno de vida. Aprovechamos para pasear por la feria de artesanía y reponer algo de fuerzas con unas buenas empanadas. Hoy no habrá posibilidad de más comida.
No queda tiempo para ver todo lo que nos gustaría y tenemos que elegir entre dos opciones; cruzar en ferry a la pequeña isla de Achao o seguir en la isla principal de Chiloé. Finalmente nos parece más seguro quedarnos de este lado. Dejamos Achao para el próximo viaje a Chile.
Los caminos de tierra y piedra se llaman en Sudamérica ripio. Con este camino recorremos toda la costa, dándonos buenas vistas del mar interior y las islas, pero a cambio nos dejamos los suspiros y los riñones en cada bache. El ripio se eterniza y sólo visitando la iglesia de San Juan vemos que es inviable parar en ninguna otra fuera del camino. Llegamos a Quenchi con gran esfuerzo y elegimos volver a la carretera principal a partir de ahí para evitar el ripio.
Aquí no acaban nuestros agobios, más bien empiezan. A la velocidad máxima posible que permite la carretera en obras y llena de camiones, unos 50km/h, llegamos al puerto de Cachao para coger el ferry, la gasolina es poca pero nos llegará unos 50 km más. Pero, ¡horror! Nos dicen que no hay gasolineras hasta Puerto Montt, a unos 100 km! La única solución sería volver atrás y llenar el depósito en el pueblo anterior, Ancud, a unos 25 km, lo que supondría perder en avión. Nuestra cara de desesperación es tal que el pobre funcionario de puertos cede y nos cuenta un truco, a unos 100 metros un vecino vende queroseno a conocidos y despistados. Parecemos perros de presa, hacemos una batida por toda la calle, preguntamos en tiendas, puestos, a cualquier ser viviente que vemos y damos con el hogar de nuestro ilegal salvador. Y ahí rellenamos el motor con una sustancia que al menos hace que el motor funcione. El vendedor la llama bencina; no intentamos descubrir qué es. Una vez relleno el depósito, comprobamos con alivio que el nivel de combustible sube hasta 3/10, aunque el indicador no nos parece tan nítido como con su legítima carga. Las rayas antes tan rectas ahora parecen hacer “S”. Nos vale. Volvemos volando al puerto, donde el mismo funcionario nos cuela y entramos en el siguiente ferry. El camino hasta el aeropuerto es más tranquilo, ya sabemos que sólo un corte de la carretera o un pinchazo nos haría perder el vuelo. Es verdad que aún no estamos seguros de llegar.
Pero llegamos y con sólo cinco minutos de retraso, devolvemos el coche y hacemos todo lo posible por liberarnos de las maletas.
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