martes, 29 de noviembre de 2011

UN DÍA EN VALPARAISO

Los recorridos por Valparaiso podrían ser eternos, dicen que sólo el que nació allí y lleva toda su vida en esta ciudad puede conocerla realmente, saber de cada sitio, cada cerro, sus historias. Y me lo creo. De la ciudad no se suele visitar ni un diez por ciento. Sus cuarenta y cinco cerros se extienden más allá de cualquier visión que se pueda tener de la ciudad, sólo quizá llegando por mar se podrían contemplar casi todos. Los hay de todo tipo, los turísticos, los de la gente que lleva toda la vida allí, los pobres, los ricos, elegantes, hippies pijos... todo se puede encontrar en esta ciudad en. formato cerro. Por la mañana recorrimos la avenida Alemania, una especie de anillo desde el que se ven bonitas vistas de la ciudad, hacia el mar y hacia todos estos montículos cubiertos de colores. La mayoría de los accesibles desde aquí son elegantes, con bonitas construcciones. La Sebastiana tiene un lugar privilegiado,quizá a la fecha de su construcción esto no fuera tan evidente. 

La bajada desde ahí al centro nos lleva por calles habitadas por vecinos de la ciudad. Algunas de ellas nos hacen dudar de su seguridad, algún vecino nos avisa de los peligros que pueden tener algunas calles colindantes. La tranquilidad de la zona turística deja paso a una cierta inseguridad. Y es que parece que junto a la calle más elegante se puede esconder el mayor suburbio. Preferimos dar un rodeo y acercanos al próximo destino llegando desde el Plan, la zona llana de la ciudad que comunica los cerros de la zona más baja con el mar. Decir mar suena bien, pero su mejor visión es desde lejos, desde los cerros nuevamente. El plan está totalmente separado del litoral por unas vías de tranvía que afean el paisaje. En cualquier caso aquí no hay playa, sólo un puerto enorme que durante el s. XIX dio importancia y riqueza a la ciudad y la llevo a convertirse en algo parecido a lo que es hoy.

En la plaza Victoria se concentra mucha vida, también se concentran chavales alrededor nuestra y preferimos parar poco y continuar nuestro camino. Sobre ella el cero Bellavista, uno de los más famosos por los murales que decoran muchas paredes. Por eso se le llama "el museo a cielo abierto". El enorme funicular que un día transportó a los vecinos a la parte alta, ya no funciona, como tantos en la ciudad. Bajamos nuevamente al Plan, ya hemos comprobado que no es buena solución atajar por los cerros. 

Los cerros Concepción y Alegre, separados por una calle, son acogedores, alegres, más bien modestos, bohemios sobre todo. Las escaleras estrechas y laberínticas nos conducen por zonas coloridas siempre, parece que por aquí empezó la rehabilitación de la ciudad y por eso esta zona es patrimonio de la humanidad. En un extremo está el palacio Baburrizza en rehabilitación.

Bajamos mil y un escalones y llegamos a las plazas Sotomayor y Matriz. En el barrio Artilleria el funicular sigue funcionando y queremos probarlo. Tan pronto se pasa la entrada ya se está dentro del vagón, que Caro rebautiza como “caja de cerillas”. El traqueteo es el de un tren antiguo, el desnivel que subimos, mucho. Rápidamente estamos arriba, un mirador sobre el puerto y parte de la ciudad, el museo naval y un barrio poco cuidado nos espera arriba.




La hora de la partida se acerca cada vez más, al final del día tomaremos el bus hasta Pucón, toda una noche de viaje. Antes queremos visitar el otro extremo de la ciudad, el que nos comentó María, la camarera vallisoletana del Vinilo. Cogeremos un micro que nos llevará a Jumbo, Como no tenemos ni idea, el primero que pasa anunciando Jumbo nos sirve y montamos en él. Y por sorpresa éste nos mete por todos los cerros posibles, callejuelas, rincones, sólo nos falta transitar las escaleras. A una velocidad de vértigo para el tipo de calles, hacemos el recorrido turístico.

Descendemos en lo alto de Avenida Argentina y nos acercamos al único ascensor de la ciudad, el resto de remontes son funiculares. Éste es muy curioso, nos traslada a otra época, estamos metidos en una mina, un pasadizo larguísimo que en su día sirvió para acarrear minerales, nos lleva a la base del ascensor, encajonado en la piedra. No apto para claustrofóbicos. Salimos a la luz e intentamos bajar a través de los cerros al mar, siguiendo la ruta aconsejada para turistas. Pero parece poco aconsejable, nos vamos a encontrar en callejas llenas de escombros, casas viejas y personajes algo sospechosos. No nos atrevemos, menos aún cuando preguntamos y nos dicen que “para nada andemos por ahí”. Realmente da la impresión de que estuviéramos en las favelas de Río. Bajamos por la avenida principal, más apta para turistas, hasta el mar. Allí lo que parecen los restos de una antigua construcción del puerto ha sido ocupada en sus dos plantas por aves y leones marinos. Disfrutamos un rato de sus escasos movimientos, bramidos, peleas, incluso alguno se aventura al agua. Parece increible que un animal tan poco ágil pueda saltar y nadar como lo hace. Es la última visita a Valparaiso, una ciudad llena de vida y constrastes, quizá única. 



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